miércoles, 5 de noviembre de 2014

Hasta el instante de la cogida

Hasta el instante de la cogida, la faena fue magnífica, así la calificó uno de esos críticos de pelo aceitado, habano cubano, bigotito recortado y olor a aftershave barato, que escribe para la prensa especializada. Uno de esos bocones que te da palmadas en la espalda en el burladero, después de la lidia y luego te apuñala en su columna taurina.

Recordó también el rostro de aquél aristócrata, gran latifundista, dueño de casi toda la España rural, que había intercambiado una mirada de desprecio con su séquito de afeminados señoritingos, unos ríe la gracia, cuando aquél morlaco le hundía su puñal de nácar.

Pero el bueno de “El Macareno” disfrutaba con aquella visión de la España profunda, reunida en un gallinero oval. Veía a los señoritos perfumados y pensaba que eran una pandilla de cobardes, que esperaban ver al desheredado bregar con la bestia, dejarse la vida en el trapo, empaparse de la sangre del animal.
El clarín volvió a sonar. El Macareno ya estaba tras el burladero y desde allí vio salir al primero de su lote, un toro negro, negrísimo, como su fortuna, y descomunal.

Se lanzó al ruedo y allí se topó con el animal que lo miraba con profunda extrañeza. Empezó el maestro lanzando unos pases ajustados de pecho, llevándose el toro a los medios. Luego continúo con una serie de verónicas enlazadas y unas manoletinas de bella factura. Entre la respiración volcánica del animal pudo oír los olés del público. Luego llegaron las banderillas y El Macareno puso un par en todo lo alto, en el hoyo de las agujas y saludó al tendido que lo ovacionó largamente. Después de picar al toro, el animal no sólo no perdió fuerza sino que arremetía al trapo con más ímpetu. Cada muletazo del maestro era una invitación al aplauso. Cada vez se arrimaba más al toro, embadurnándose de su sangre, sintiendo en sus ingles los golpes del sufrido corazón del animal. Luego el clarín anunció el primer aviso. El Macareno había dilatado la faena en vista de las excelencias del morlaco. El diestro miró el tendido que empezaba a hacer corrillos y a murmurar. Se dirigió al burladero y su mozo de espada le entregó el acero.

Volvió el maestro a dar unos pases, arrimando al animal a los tendidos, hasta que lo colocó en el sitio preciso. Adoptó la postura propia del matador: pierna izquierda adelantada, ligeramente flexionada, brazo derecho extendido en el aire, brazo izquierdo bajo, sosteniendo el capote a ras de suelo, frente al rostro del animal.

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